Memmon, o la cordura humana
Pusósele en la cabeza a Memnon un dia la desatinada idea de ser completamente cuerdo: que pocos hombres hay a quien no haya pasado por la cabeza semejante locura. Memnon discurria así: Para ser muy cuerdo, y a conseqüencia muy feliz, basta con no dexarse arrastrar de las pasiones: cosa muy fácil, como nadie ignora. Lo primero, nunca he de querer á muger ninguna, y en viendo una beldad acabada diré en mi interior: Un dia se ha de arrugar ese semblante; ese turgente y redondo pecho se ha de tornar fofo y lacio; esa tan bien poblada cabeza ha de quedarse calva: y me basta con mirarla desde ahora como la he de ver entónces, para que esa linda cabeza no me haga perder la mia.
Lo segundo, siempre seré sobrio, por mas que me tiente la golosina, los exquisitos vinos, y el incentivo de la sociedad. Me figuraré las resultas de la glotonería, la cabeza cargada, el estómago descompuesto, perdida la razon, la salud y el tiempo; y así solo comeré lo que necesite, disfrutaré sana salud, y tendré siempre claras y luminosas las ideas. Cosa es esta tan fácil, que no es meritorio salirse con ella.
Luego, continuaba Memnon, es necesario no descuidar su caudal: mis deseos son moderados; tengo mi dinero que me produce buenos réditos y con buenas fianzas en poder del tesorero general de Ninive, y me basta para vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna, porque nunca me veré en la cruel precision de ir a besar manos de palaciegos; a nadie tendré envidia, y de nadie seré envidiado: cosa no menos fácil. Amigos tengo, dicho en fin, y los conservaré, porque nunca les haré mal tercio; no se enfadarán jamas conmigo, ni yo con ellos: tampoco en esto se ofrece dificultad.
Formado así su plancito de moderacion dando paseos por su cuarto, se asomó Memnon a la ventana, y vió dos señoras que iban por unas calles de plátanos, que inmediatas a su casa había. Era vieja la una, y no la aquejaba al parecer nada; la otra era moza, linda, y tenía trazas de estar muy apesadumbrada: suspiraba, y lloraba, y eso mismo le daba mas gracia. Movióse mucho nuestro sabio, no con la beldad de la dama (porque estaba seguro de no rendirse á tal flaqueza), mas sí por el desconsuelo en que la vía. Bajó, y se acercó á la Ninivita jóven, con ánimo de darle prudentes consuelos. Contóle esta hermosa con la mas ingenua y tierna expresion los perjuicios que le hacia un tio que no tenia, con que artificio la habia privado de un caudal que nunca habia poseido, y los temores que le causaban sus arrebatos. Vos me pareceis hombre discreto, le dijo, y si me hiciérais el favor de venir hasta mi casa, y examinar mis asuntos, estoy cierta de que me sacaríais del cruel apuro en que me veo. No tuvo reparo Memnon en acompañarla, para examinar con madurez sus asuntos, y darle buenos consejos.
Llevóle la afligida señora á un retrete bien aromado, y le obligó con mucha cortesía á sentarse en un muelle sofá, donde estaban las piernas cruzadas uno enfrente de otro. Hablaba la dama con los ojos bajos; de cuando en cuando se le iban las lágrimas, y cuando los levantaba, siempre topaba con las miradas del cuerdo Memnon. Eran sus razones cariñosas en demasía, y mucho mas quando ámbos se miraban. Memnon tomaba muy a pecho sus asuntos, y a cada instante crecia en él el anhelo de servir á tan hermosa y desdichada persona. Con el calor de la conversacion dejáron poco a poco de encontrarse uno enfrente de otro, y de tener cruzadas las piernas, aconsejándola Memnon tan de cerca, y siendo tan cariñosos sus consejos, que ni uno ni otro podian hablar de asuntos, ni sabian donde estaban.
Estando en esto, llega, como ya el lector se ha podido imaginar, el tío, el cual venia armado de punta en blanco; y lo primero que dijo fué que iba a matar, como era justo, al sabio Memnon y a su sobrina; y lo último, que podría perdonarlos, si le daban mucho dinero. Vióse precisado Memnon a darle cuanto tenia, y gracias a que en aquellos venturosos tiempos no había peores resultas que temer; que aún no estaba descubierta la América, ni eran las hermosas damas afligidas tan peligrosas como ahora.
Confuso y desesperado Memnon se volvió á su casa, donde encontró una esquela convidándole a comer con unos amigos íntimos. Si me quedo solo en casa, dijo, tendré preocupado el ánimo con mi triste aventura, no comeré, y caeré malo; mas vale hacer una frugal comida con mis amigos íntimos, y con su amena compañía olvidarme del disparate que esta mañana he cometido. Fuése al convite; y viendo que estaba algo triste, le obligáron á que bebiese para disipar su melancolía. El vino usado con moderacion es medicina para el ánimo y para el cuerpo: así pensaba el sabio Memnon, y se emborrachó. Propónenle jugar una mano de sobremesa: un juego, donde se atraviesa poco, es una inocente diversion. Juega, y le ganan cuanto traía en el bolsillo, y cuatro veces más sobre su palabra. Origínase una contienda sobre el juego, irrítanse los ánimos, le tira uno de sus íntimos amigos á la cabeza un cubilete que le saca un ojo, y traen á casa al sabio Memnon borracho, sin dinero, y con un ojo menos.
Habiendo dormido un poco el lobo, envia a su criado a casa del tesorero general de rentas de Ninive, a que le diera dinero para pagar a sus íntimos amigos; y le trae el criado la nueva de que aquella mañana habia hecho una quiebra de mala fé su deudor, con la cual dejaba por puertas a cien familias. Despechado Memnon se va a palacio con un parche en el ojo y un memorial en la mano, pidiendo justicia al rey del fallido; y encuentra en una sala a muchas damas, todas como peonzas al revés, con elegantes tontillos de veinte piés de circunferencia, y batas de treinta de cola. Una que le conocía algo, dijo mirándole de soslayo: ¡Jesús, qué horror! Y otra que le conocía más: Buenas tardes, señor Memnon; de veras, señor Memnon que me alegro mucho de veros: ¿cómo es que estáis tuerto, señor Memnon? y dicho esto, se fué sin aguardar respuesta. Agazapóse Memnon en un rincón, esperando á poderse echar á los pies del monarca. Llegó su magestad, besó Memnon tres veces el suelo, y le dió su memorial, que tomó el soberano con mucha afabilidad, y se le alargó a uno de sus sátrapas, para que le diera cuenta. Llama el sátrapa a Memnon aparte, y le dice con tono de mofa y ademán de insulto: Donoso tuerto sois, pues os atreveis a dar al rey un memorial que no ha pasado por mi mano, y cometeis con eso el atentado de pedir justicia de un fallido muy honrado, que está bajo mi amparo, y es sobrino de una doncella de servicio de mi querida. No deis mas paso en el asunto, si no quereis perder el ojo sano que os queda.
De esta suerte, habiendo Memnon renunciado por la mañana de mozas, de comilonas, de juego, de contiendas, y sobretodo de palacio, antes de anochecer había sido engañado y estafado por una hermosa dama, se había emborrachado, había jugado, le habían sacado un ojo, y había ido a palacio donde se habían reido de él.
Confuso, absorto, y rendido al peso de su sentimiento, se volvía medio muerto a su casa, y al ir a entrar, la encontró llena de alguaciles y escribanos que cargaban con los muebles a nombre de sus acreedores. Paróse casi sin sentido debajo de un plátano, y se encuentra con la linda dama de aquella mañana, que se andaba paseando con su amado tio, y que no se pudo tener de risa al ver a Memnon con su parche. Cerró la noche, y se acostó Memnon sobre un monton de paja, cerca de las paredes de su casa: entróle calentura, se aletargó con la fuerza de ella, y se le apareció en sueños un espíritu celestial; el cual era resplandeciente como el Sol, y tenía seis hermosas alas, pero sin pies, ni cabeza, ni cola, y no se parecía a cosa ninguna. ¿Quién eres? le dijo Memnon. Tu genio bueno, le respondió. Pues vuélveme, repuso Memnon, mi ojo, mi salud, mi caudal, mi cordura; y de seguida le contó de qué modo todo lo había perdido aquel día. Aventuras son esas, replicó el espíritu, que nunca suceden en el mundo donde nosotros vivimos. ¿En qué mundo vivís? le dijo el hombre afligido. Mi patria, respondió el genio, dista quinientos millones de leguas del Sol, y es aquella estrellita junto a Sirio, que estás viendo desde aquí. ¡Lindo pais! dijo Memnon. ¿Con que no teneis bribonas que engañan a los hombres de bien, ni amigos íntimos que les estafan su dinero y les sacan un ojo, ni deudores que quiebren, ni sátrapas que se rían de vosotros cuando os niegan justicia? No, le dijo el morador de la estrella, nada de eso: no nos engañan las mujeres, porque no las hay; no hacemos excesos de glotonería, porque no comemos; ni hay deudores que quiebren, porque no tenemos plata ni oro; no nos pueden sacar los ojos, porque no se parece nuestro cuerpo al vuestro; ni los sátrapas cometen injusticias, porque todos somos iguales.
Díjole entonces Memnon: Señor ilustrísimo, ¿sin mozas y sin comer, en qué pasais el tiempo? En cuidar, dijo el genio, de los demas globos que estan a nuestro cargo, y yo soy venido a consolarte. ¡Ay! replicó Memnon, ¿porqué no habéis venido la noche pasada, y me hubiérais estorbado hacer tanto disparate? Porque estaba con Asan, tu hermano mayor, le dijo el morador de los cielos, el cual es más desventurado que tú, habiendo su majestad el clemente rey de las Indias, en cuyo palacio tiene la honra de estar empleado, mandándole sacar ámbos ojos por una leve falta, y teniéndole en un calabozo, amarrado de pies y manos. Pardios, exclamó Memnon, que estamos medrados con tener un genio bueno en nuestra familia, si de dos hermanos uno está ciego, y otro tuerto, uno acostado sobre paja, y otro en una cárcel. Tu suerte se mudará, replicó el animal de la estrella: verdad es que toda la vida serás tuerto; pero, como no sea eso, vivirás bastante feliz, con tal que nunca hagas el desatinado propósito de ser completamente cuerdo. ¿Con que eso es cosa que no es posible conseguir? replicó Memnon arrancando un sollozo. Como no es posible, respondió el otro, ser completamente inteligente, completamente fuerte, completamente poderoso, o completamente feliz. Nosotros mismos estamos muy distantes de serlo; un globo hay a la verdad donde todo eso se encuentra; pero todo va por grados en los cien mil millones de mundos sembrados en el espacio. En el segundo hay menos placer y menos sabiduría que en el primero; en el tercero menos que en el segundo; y así se sigue hasta el postrero, donde todo el mundo es enteramente loco. Mucho me temo, dijo Memnon, que nuestro globo sea justamente esa casa de orates del universo, que vos decís. No tanto como eso, dijo el espíritu, pero le anda cerca; y es preciso que cada cosa ocupe su sitio señalado. En tal caso, dijo Memnon, muy descaminados van ciertos poetas, y ciertos filósofos, que dicen que _todo está bien. Razon llevan, dijo el filósofo del otro mundo, si contemplan la colocacion del universo entero. ¡Ha! replicó el pobre Memnon, eso no lo creeré miéntras fuere tuerto.
Fin
Los dos consolados
Decía un día el gran filósofo Citofilo a un dama desconsolada, y que tenía sobrado motivo para estarlo: Señora, la reina de Inglaterra, hija del gran Enrique IV, no fue menos desgraciada que vos; la echaron de su reino, se vió a pique de perecer en el Océano en un naufragio, y presenció la muerte del rey su esposo en un patíbulo. Mucho lo siento, dijo la dama, y volvió a llorar sus desventuras propias.
Acordaos, dijo Citofilo, de María Estuardo, que estaba honradamente prendada de un guapo músico que tenía excelente voz de sochantre. Su marido mató al músico, y luego su buena amiga y parienta, la reina Isabel, que se decía doncella, le mandó cortar la cabeza en un cadalso colgado de luto, después de haberla tenido dieciocho años presa. ¡Cruel suceso! respondió la señora, y se entregó de nuevo a su aflicción.
Bien habréis oído mentar, siguió el consolador, la hermosa Juana de Nápoles, que fue presa y ahorcada. Una idea confusa tengo de eso, dijo la afligida.
Os contaré, añadió el otro, la aventura sucedida en mi tiempo de una soberana destronada después de cenar, y que ha muerto en una isla desierta. Toda esa historia la sé, respondió la dama.
Pues os diré lo sucedido a otra gran princesa, mi discípula de filosofía. Tenía su amante, como le tiene toda hermosa y gran princesa: entró un día su padre en su aposento y cogió al amante con el rostro encendido y los ojos que como dos carbunclos resplandecían, y la princesa también con la cara muy encarnada. Disgustó tanto al padre el rostro del mancebo, que le sacudió la más enorme bofetada que hasta el día se ha pegado en toda su provincia. Cogió el amante las tenazas y rompió la cabeza al padre de la dama, que estuvo mucho tiempo a la muerte, y aún tiene la señal de la herida; la princesa desalentada se tiró por la ventana y se estropeó una pierna, de modo que aún el día de hoy se le conoce que cojea, aunque tiene hermoso cuerpo. Su amante fue condenado a muerte por haber roto la cabeza a tan alto príncipe. Ya podéis pensar en qué estado estaría la princesa cuando sacaban a ahorcar a su amante; yo la iba a ver con frecuencia cuando estaba ella en la cárcel, y siempre me hablaba de sus desdichas.
¿Pues por qué no queréis que me duela yo de las mías? le dijo la dama. Porque no es acertado dolerse de sus desgracias, y porque habiendo habido tantas principales señoras tan desventuradas, no parece bien que os desesperéis. Contemplad a Hécuba, contemplad a Niobe. ¡Ah! dijo la señora, si hubiese vivido yo en aquel tiempo o en el de tantas hermosas princesas, y para su consuelo les hubiérais contado mis desdichas, ¿os habrían acaso escuchado?
Al día siguiente perdió el filósofo a su hijo único, y falto poco para que muriese de sentimiento. Mandó una señora hacer una lista de todos los monarcas que habían perdido a sus hijos y se la llevó al filósofo, el cual la leyo, la encontró muy puntual y siguió llorando. Al cabo de tres meses se volvieron a ver, y se pasmaron de hallarse muy contentos. Levantaron entonces una hermosa estatua al Tiempo con este rótulo:
Al consolador
Historia de los viajes de escarmentado
En la ciudad de Candía vine yo al mundo el año de 1600. Era su gobernador mi padre, y me acuerdo que un poeta ménos que mediano, aunque no fuese medianamente desaliñado su estilo, llamado Azarria, hizo unas malas coplas en elogio mio, en las quales me calificaba de descendiente de Minos en línea recta; mas habiendo luego quitado el gobierno á mi padre, compuso otras en que me trataba de nieto de Pasifae y su amante. Mal sugeto era de veras el tal Azarria, y el bribon mas fastidioso que en toda la isla habia.
Quince años tenia quando me envió mi padre á estudiar á Roma, y yo llegué con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta entónces me habian enseñado todo lo contrario de la verdad, según es uso en este mundo, desde la China hasta los Alpes. Monsiñor Profondo, á quien iba recomendado, era sugeto raro, y uno de los mas terribles sabios que en el mundo habia. Quísome instruir en las categorías de Aristóteles, y por poco me pone en la de sus gitones: de buena me libré. Ví procesiones, exôrcismos, y no pocos robos. Decian, aunque contra toda verdad, que la siñora Olimpia, dama muy prudente, vendia ciertas cosas que no suelen venderse. De mi edad todo esto me parecia muy gracioso. Ocurrióle á una señora moza, y de muy suave condicion, llamada la siñora Fatelo, prendarse de mí: obsequiábanla el reverendísimo padre Puñalini, y el reverendísimo padre Aconiti, religiosos de una congregacion que ya no exîste, y los puso de acuerdo á entrámbos dándome sus favores; pero me ví á peligro de ser envenenado y excomulgado. Dexé á Roma muy satisfecho con la arquitectura de San Pedro.
Viajé por Francia, donde reynaba á la sazon Luis el justo; y lo primero que me preguntáron fué si queria para mi almuerzo un trozo del mariscal de Ancre, que habia asado la gente, y le vendian muy barato á los que querian comprar su carne para regalarse.
Era este estado un continuo teatro de guerras civiles, unas veces por una plaza en el consejo, y otras por dos páginas de controversias teológicas. Mas de sesenta años hacia que estaban asolados estos hermosos climas por este volcan que unas veces se amortiguaba, y otras ardia con violencia; y eso eran las libertades de la iglesia galicana. ¡Ay! dixe, este pueblo es de natural apacible: ¿quién le ha sacado así de su índole? Dice chufletas, y hace el degüello de San Bartolomé. ¡Venturoso tiempo aquel en que no haga mas que decir donayres!
Pasé á Inglaterra, donde las mismas contiendas ocasionaban los mismos horrores. Unos santos católicos, en obsequio de la iglesia, habian determinado volar con pólvora el rey, la familia real, y todo el parlamento, y librar la Inglaterra de tanto herege. Enseñáronme el sitio donde habia hecho quemar á mas de quinientos de sus vasallos la bienaventurada reyna María, hija de Henrique octavo; y me aseguró un clérigo hiberno que fué accion de mucho mérito para con Dios: lo primero porque los quemados eran todos ingleses, y lo segundo porque nunca tomaban agua bendita, ni creían en la cueva de San Patricio; pasmándose de que aun no hubiesen canonizado á la reyna María, bien que abrigaba la esperanza de que no se tardaria en ponerla en los altares, así que tuviera un poco de lugar el cardenal nepote.
Fuíme á Holanda, donde esperaba encontrar mas sosiego en un pueblo mas flemático. Quando llegué á La Haya, estaban cortando la cabeza á un anciano venerable, y era la cabeza calva del primer ministro Barnevelt. Movido á compasion, pregunté qué delito era el suyo, y si habia sido traydor al estado. Mucho peor que eso, me respondió un predicante de capa negra; que es hombre que cree que puede uno salvarse por sus buenas obras lo mismo que por la fé: y bien veis que si se acreditaran semejantes opiniones, no podria subsistir la república; por eso es menester leyes severas para poner freno á escándalos tan horrorosos. Díxome luego suspirando un político profundo: ¡Ha, señor! este buen tiempo no ha de durar siempre; este pueblo se muestra tan zeloso por mero acaso: su verdadero carácter se inclina al abominable dogma de la tolerancia, y un dia le abrazará; cosa que me estremece. Yo empero, miéntras no llegaba esta fatal época de indulgencia y moderacion, dexé á toda priesa un pais donde ningun contento templaba su severidad, y me embarqué para España.
Estaba la corte en Sevilla, habian llegado los galeones, y en la mas hermosa estacion del año todo respiraba abundancia y alegría. Al cabo de una calle de naranjos y limones, ví un palenque inmenso rodeado de gradas cubiertas de preciosos texidos. Baxo un soberbio dosel estaban el rey, la reyna, los infantes y las infantas. Enfrente de la augusta familia habia un trono todavía mas alto. Dixe, volviéndome á uno de mis compañeros de viage: Como no esté aquel trono reservado para Dios, no sé para quien pueda ser. Oyó un grave Español estas imprudentes palabras, y me saliéron caras. Yo me figuraba que íbamos á ver un torneo ó una corrida de toros, quando subió el Inquisidor general al trono, y desde él bendixo al monarca y al pueblo.
Vino luego un exército de frayles en filas de dos en dos, blancos, negros, pardos, calzados, descalzos, con barba, imberbes, con capilla puntiaguda, y sin capilla; iba luego el verdugo; y detras, en medio de alguaciles y duques, cerca de quarenta personas cubiertas con sacos donde habia llamas y diablos pintados. Eran estos, ó judíos que se habian empeñado en no renegar de Moisés, ó cristianos que se habían casado con sus comadres, ó no habian sido devotos de Nuestra Señora de Atocha, ó no habian querido dar dinero á los padres capuchinos. Cantáronse unas devotísimas oraciones, y luego fuéron quemados vivos, á fuego lento, todos los reos; con lo qual quedó muy edificada la familia real.
Aquella noche, quando me iba á meter en la cama, entráron dos familiares de la inquisicion, acompañados de una ronda bien armada; diéronme un cariñoso abrazo, y me lleváron, sin hablarme palabra, á un calabozo muy fresco, donde habia una esterilla para acostarse, y un soberbio crucifixo. Aquí estuve seis semanas, pasadas las quales me mandó á pedir por favor el señor inquisidor que me viese con él. Estrechóme en sus brazos con paternal cariño, y me dixo que sentia muy de veras que estuviese tan mal alojado, pero que estaban ocupados todos los quartos de aquella santa casa, y que esperaba otra vez darme mejor habitacion. Preguntóme luego con no ménos amor, si sabia porque estaba allí. Respondí al varon santo, que sin duda por mis pecados. Eso es, hijo mió: ¿pero por qué pecados? habladme sin rezelo. Por mas que me mataba, no atinaba, hasta que la caridad del piadoso inquisidor me dió alguna luz. Acordéme al fin de mis imprudentes palabras, y no fuí condenado mas que á exercicios, la disciplina, y treinta mil reales de multa. Lleváronme á dar las gracias al inquisidor general, sugeto muy afable, que me preguntó que tal me habia parecido su fiesta. Rospondíle que era deliciosísima, y fui á dar priesa á mis compañeros á que saliésemos del pais, puesto que es tan ameno. Habian estos tenido lugar para informarse de todas las grandes proezas executadas por los Españoles en obsequio de la religion, y leido las memorias del célebre obispo de Chiapa, donde cuenta que degolláron, quemáron ó ahogáron unos diez millones de idólatras Americanos por convertirlos á nuestra santa fé. Bien creo que pondera algo el obispo; pero aunque se rebaxe la mitad de las víctimas, todavía queda acreditado un zelo portentoso.
Atormentábame sin cesar el ardor de viajar, y estaba resuelto á concluir mi peregrinacion de Europa por la Turquía. Encaminéme á esta, con firme propósito de no decir otra vez mi parecer acerca de las fiestas que viese. Estos Turcos, dixe á mis compañeros, son unos paganos que no han recibido el santo bautismo, y sin duda han de ser mas crueles que los santos inquisidores; callémonos pues, miéntras vivamos entre Moros.
Con este ánimo iba; pero quedé atónito al ver en Turquía muchos mas templos cristianos que en la isla donde habia nacido, y hasta crecidas congregaciones de frayles, á quienes dexaban en paz rezar á la virgen María, y maldecir á Mahoma, unos en griego, otros en latin, y otros en armenio. ¡Qué honrada gente son los Turcos! exclamé. Los cristianos griegos y los latinos eran irreconciliables enemigos en Constantinopla, y se perseguían estos esclavos unos á otros como perros que se muerden en la calle, y que separan á palos sus amos. Entónces el gran visir protegia á los Griegos: el patriarca griego me acusó de que habia cenado con el patriarca latino, y fui condenado por el diván á cien palos en la planta de los pies, que rescaté á precio de quinientos zequíes. Al otro dia ahorcáron al gran visir; y al tercero su sucesor, que no fue ahorcado hasta de allí á un mes, me condenó á la misma multa por haber cenado con el patriarca griego: de suerte que me ví en la triste precision de no freqüentar la iglesia griega ni la latina. Por consolarme arrendé una hermosa circasiana, que era la mas cariñosa persona á solas con un hombre, y la mas devota en la mezquita. Una noche, entre los suaves gustos de amor, exclamó dándome un abrazo: _Alah, Ilah, Aláh_, que son las palabras sacramentales de los Turcos; yo pensé que fuesen las del amor, y dixe con mucho cariño: _Aláh, Ilah, Aláh_. Ha, dixo la mora, loado sea Dios misericordioso; ya sois Turco. Respondíle que daba las gracias al Señor que me habia dado fuerza para serlo, y creí que era muy dichoso. Por la mañana vino á circuncidarme el iman; y poniendo yo alguna dificultad, me propuso el cadí del barrio, hombre de buena composicion, que me mandaria empalar. Por fin libré mi prepucio y mi trasero por mil zequíes, y me escapé corriendo á Persia, resuelto á no oir en Turquía misa griega ni latina, y á no decir nunca _Aláh, Ilah, Aláh_ en los ratos de los gustos de amor.
Así que llegué á Ispahan, me preguntáron si era del partido del carnero negro ó del carnero blanco. Respondí que lo mismo me daba uno que otro, con tal que fuera tierno. Se ha de notar que todavía estaba dividida la Persia en dos facciones, la del carnero negro y la del blanco. Creyéron que hacia yo burla de ámbos partidos, y me encontré en un terrible compromiso á la puerta misma de la ciudad, del qual salí pagando una buena cantidad de zequíes, por no tener que ver con carneros.
No paré hasta la China, donde llegué con un intérprete que me dixo que era el pais donde se podia vivir alegre y libre: los Tártaros que le habian invadido todo lo ponian á sangre y fuego, miéntras que los reverendos padres jesuitas por una parte, y los reverendos padres domínicos por otra, decian que ganaban almas para el cielo, sin que nadie lo advirtiese. Nunca se han visto convertidores mas zelosos; unos á otros se perseguían con el mas fervoroso ahinco, escribian á Roma tomos enteros de calumnias, y se trataban de infieles y prevaricadores por un alma. Habia entre ellos una horrorosa disputa acerca del modo de hacer la cortesía; los jesuitas querian que los Chinos saludaran á sus padres y madres á la moda de la China, y los domínicos que fuera á la moda de Roma. Sucedióme que los jesuítas creyéron que yo era un domínico, y le dixéron á Su Magestad Tártara que era espía del Papa. Dió comision el consejo supremo á un primer mandarín para que me arrestara; el qual mandó á un alguacil, que tenia á sus órdenes quatro corchetes, que me prendiesen, y me atasen con toda ceremonia. Conduxéronme, despues de ciento y quarenta genuflexîones, ante Su Magestad, que me preguntó si era yo espía del Papa, y si era cierto que hubiese de venir este príncipe en persona á destronarle. Respondíle que el Papa era un clérigo de mas de setenta años; que distaban sus estados mas de quatro mil leguas de los de su Sacra Magestad Tártaro-China; que su exército era de dos mil soldados que montaban la guardia con un para-aguas; que no destronaba á nadie, y que podia Su Magestad dormir sin miedo. Esta fué la ménos fatal aventura de mi vida, pues no hiciéron mas que enviarme á Macao, donde me embarqué para Europa.
Fué preciso calafatear el navío en la costa de Golconda, y me aproveché de la oportunidad para ver la corte del gran Aurengzeb, de quien se contaban entónces mil portentos. Estaba este monarca en Deli, y gocé el gusto imponderable de contemplarle facha á facha el dia de la pomposa ceremonia en que recibió la celestial dádiva que le enviaba el cherif de la Meca, y era la escoba con que se habia barrido la santa casa, la _caaba_, la _belh-Alah_: escoba que es el símbolo que alimpia todas las suciedades del alma. Parece que no la necesitaba Aurengzeb, que era el varon mas religioso de todo el Indostan, puesto que habia degollado á uno de sus hermanos, y dado veneno á su padre, y habia hecho perecer en un patíbulo á veinte rajaes y otros tantos omraes; pero no queria decir eso nada, y no se hablaba de otra cosa que de su devocion, á la qual la de ningun otro era comparable, como no fuese la de la sacra magestad, del serenísimo emperador de Marruecos, Mulcy Ismael, el qual cortaba unas quantas cabezas todos los viernes, despues de hacer oracion.
No articulé yo palabra, que me habian escarmentado los viages, y sabia que no era juez competente para fallar entre estos dos augustos soberanos. Confieso empero que un francés mozo, con quien estaba alojado, faltó al respeto debido á los emperadores de Indias y de Marruceos, diciendo con mucha imprudencia que en Europa habia soberanos muy píos que gobernaban con acierto sus estados, y freqüentaban tambien las iglesias, sin quitar por eso la vida á sus padres y hermanos, ni cortar la cabeza á sus vasallos. Nuestro intérprete dio cuenta en lengua india de las expresiones impías de este mozo. Instruido yo con lo que en otras ocasiones me habia sucedido, mandé ensillar mis camellos, y me fui con el francés. Luego supe que aquella misma noche habian venido á prendernos los oficiales del gran Aurengzeb; y no habiendo encontrado mas que al intérprete, fue este ajusticiado en la plaza mayor, confesando sin lisonja todos los palaciegos que era muy justa su muerte.
Quedábame por ver la Africa para disfrutar de todas las delicias de nuestro hemisferio, y con efecto la ví. Unos corsarios negros apresaron mi embarcacion. Quejóse amargamente mi patron, y les preguntó por qué violaban las leyes de las naciones. Fuéle respondido por el capitán negro: Vuestra nariz es larga, y la nuestra chata; vuestro cabello es liso, y nuestra lana riza; vuestra cutis es de color ceniciento, y la nuestra de color de ébano; por consiguiente, en virtud de las sacrosantas leyes de naturaleza, siempre debemos ser enemigos. En las ferias de Guinea nos compráis, como si fuéramos acémilas, para forzarnos á que trabajemos en no sé qué faenas tan penosas como ridiculas; á vergajazos nos haceis horadar los montes para sacar una especie de polvo amarillo que para nada es bueno, y que no vale, ni con mucha, un cebollino de Egipto. Así quando os encontramos nosotros, y podemos mas, os obligamos á que labreis nuestras tierras, y de lo contrario os cortamos las narices y las orejas.
No habia réplica á tan discreto razonamiento. Fuí á labrar el campo de una negra vieja por conservar mis orejas y mi nariz, y al cabo de un año me rescatáron. Habiendo visto todo quanto bueno, hermoso y admirable hay en la tierra, me determiné á no ver mas que mis dioses penates: me casé en mi pais, fuí cornudo, y ví que era la mas grata condicion de la vida humana.
Fin
Historia de un buen brahma
En mis viajes encontré un brama anciano, sujeto muy cuerdo, instruido y discreto, y con esto rico, cosa que le hacia más cuerdo; porque, como no le faltaba nada, no necesitaba engañar a nadie. Gobernaban su familia tres mujeres muy hermosas, cuyo esposo era; y cuando no se recreaba con sus mujeres, se ocupaba en filosofar. Vivía junto a su casa que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una india vieja, beata, tonta, y muy pobre.
Me dijo un día el brama: Quisiera no haber nacido.
Le pregunté porque, y me respondió: Cuarenta años hace que estoy estudiando, y todos cuarenta los he perdido; enseño a los demas, y lo ignoro todo. Este estado me tiene tan aburrido y tan descontento, que no puedo aguantar la vida: he nacido, vivo en el tiempo, y no sé qué cosa es el tiempo; me hallo en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo idea de la eternidad; consto de materia, pienso, y nunca he podido averiguar la causa eficiente del pensamiento; ignoro si es mi entendimiento una mera facultad, como la de andar y digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que palpo con mis manos. No solamente ignoro el principio de mis pensamientos, mas también se me esconde igualmente el de mis movimientos: no sé porque existo, y no obstante todos los días me hacen preguntas sobre todos estos puntos; y como tengo que responder por precision y no sé qué decir, hablo mucho, y después de haber hablado me quedo avergonzado y confuso de mí propio. Peor es todavía cuando me preguntan si Brama fue producido por Visnú, o si ambos son eternos. A Dios pongo por testigo de que no lo se, y bien se echa de ver en mis respuestas. Reverendo padre, me dicen, explicadme como el mal inunda la tierra entera. Tan adelantado estoy yo como los que me hacen esta pregunta: unas veces les digo que todo está perfectísimo; pero los que han perdido sus caudales y sus miembros en la guerra no lo quieren creer, ni yo tampoco, y me vuelvo a mi casa abrumado de mi curiosidad y mi ignorancia. Leo nuestros libros antiguos, y me ofuscan más las tinieblas. Hablo con mis compañeros: unos me aconsejan que disfrute de la vida, y me ría de la gente; otros creen que saben algo, y se descarrían en sus desatinos; y todo aumenta la angustia que padezco. Muchas veces estoy a pique de desesperarme, contemplando que al cabo de todas mis investigaciones no sé ni de donde vengo, ni qué soy, ni adonde iré, ni qué he de ser.
Me causó lástima de veras el estado de este buen hombre, que no había otro de mas razón, ni mas ingenuo; y me convencí de que eso mas era desdichado que más entendimiento tenía, y era más sensible.
Aquel mismo dia visité a la vieja vecina suya, y le pregunté si se habia apesadumbrado alguna vez por no saber qué era su alma; y ni siquiera entendió mi pregunta. Ni un instante en toda su vida había reflexionado en uno de los puntos que tanto atormentaban al brama; creía con toda su alma en las transformaciones de Visnú, y se tenía por la más dichosa mujer, con tal que de cuando en cuando tuviese agua del Ganges para bañarse.
Atónito de la felicidad de esta pobre mujer, me volví a ver con mi filósofo, y le dije: ¿No teneis vergüenza de vuestra desdicha, cuando a la puerta de vuestra casa hay una vieja autómata que en nada piensa, y vive contentísima? Razón teneis, me respondió; y cien veces he dicho para mí, que sería muy feliz si fuera tan tonto como mi vecina, mas no quiero gozar semejante felicidad.
Mas golpe me dió esta respuesta del brama, que todo cuanto primero me había dicho; y examinándome a mí propio, vi que efectivamente no quisiera yo ser feliz a trueque de ser un majadero. Propuse el caso a varios filósofos, y todos fueron de mi parecer. No obstante, decía yo entre mí, rara contradicción es pensar así, porque al cabo lo que importa es ser feliz, y nada monta tener entendimiento, o ser necio. Mas digo: los que viven satisfechos con su suerte bien ciertos están de que viven satisfechos; y los que discurren no lo están de que discurren bien. Luego cosa es clara, añadía yo, que debiera uno escoger no tener migaja de razón, si en algo contribuye la razón a nuestra infelicidad. Todo el mundo fue de mi mismo dictamen, mas ninguno hubo que quisiese entrar en el ajuste de volverse tonto por vivir contento. De aquí saco que si hacemos mucho aprecio de la felicidad, más aprecio hacemos todavía de la razón. Mas, reflexionándolo bien, parece que preferir la razón a la felicidad, es garrafal desatino. ¿Pues cómo hemos de explicar esta contradicción? Lo mismo que todas las demás, y sería el cuento de nunca acabar.
Fin